Mi primer viaje a Australia, me acompaño un amigo. Buscábamos emoción a nuestro viaje queriendo contactar con pueblos primitivos pero sabíamos que en Australia difícilmente los encontraríamos. Fue cuando decidimos viajar a Papúa Nueva Guinea, la isla al norte de Australia para conocer los poblados del río Sepik.
El Sepik es el mas importante de los seis ríos que riegan Papúa Nueva Guinea, una pequeña nación independiente desde 1975 que ocupa la parte oriental de la isla de Nueva Guinea, en pleno Pacifico. Pero más importante aun que sus notorias dimensiones físicas, es el hecho de ser cuna y cobijo de una autentica civilización asentada en sus orillas.
El Sepik nace en las montañas centrales de Nueva Guinea casi bordeando los límites de Irian Jaya, territorio de Indonesia que abarca la mitad occidental de la isla. El río serpentea la zona norte del país hasta desembocar en el mar de Bismark, en pleno Pacifico. Geográfica y culturalmente esta dividido en tres zonas: Bajo, Medio y Alto.
Pero acceder al Sepik no fue tarea fácil. El punto de partida seria la ciudad costera de Wewak donde se llega en avión desde Port Moresby, la capital de Papúa Nueva Guinea. Pero este es solo el comienzo de una aventura que se prolonga por espacio de seis horas de polvoriento viaje en autobús por una pista forestal sembrada de pequeñas aldeas cada vez más primitivas a medida que nos introducimos en el interior al encuentro del río Sepik. La carretera muere en Pagwi. De ahí en adelante las canoas construidas a partir de troncos de árbol vaciados por dentro serán el único medio de transporte en la región del Sepik.
Habíamos contactado con un guía llamado Kowspi, un gran conocedor de la región. Formamos un pequeño equipo: dos americanos, mi amigo, Kowspi y yo.
Nos sentamos en unas sillas de playa colocadas en el centro de la canoa y empezamos a remontar el Sepik. Absolutamente inestable, como mi miedo a caer al agua.
El cielo oscuro iba cayendo sobre nuestras cabezas hasta escupir agua torrencialmente. Muy propio del trópico. Ni chubasquero ni paraguas. Los diluvios te pillan desprevenido en el momento menos oportuno. Agua y más agua iba llenando la barca… pero los malos ratos se compensan con los buenos. Kowspi era un artista en este punto. Sabía mantener la calma en los momentos más delicados. Sabía hacerte sentir arropado en los momentos de descanso.
Río arriba encontramos el poblado más alejado y primitivo del recorrido: Sio. Nos recibieron como auténticos dioses. Nos miraban con curiosidad desde una distancia prudente por si nuestras iras se extendían más allá de lo permitido. Un mal intento de pronunciar una palabra en su idioma era el motivo más divertido de acercamiento. Evidentemente no éramos los primeros en pisar aquella tierra. Los restos estropajosos de las camisetas que llevaban los niños lo decían a gritos. Una vez más la palabra de Dios había intentado cristianizar sencillas gentes que sólo sabían del exacto proceso natural de las cosas. Pero por lo visto el misionero había empezado a cejar en su intento dejando que todo fluyera como hasta ahora, quizás porque cuando fuerzas las cosas, tienen tendencia a romperse o desaparecer, cuando no, a volverse en tu contra.
El acto matutino de lavarnos la cara o los dientes era una novedad que madres e hijos no querían perderse. No tenían muy claro qué significaba aquella espuma blanca que salía de nuestra boca cada mañana. Los lazos invisibles entre culturas se iban tejiendo a medida que pasaban los días. Cantábamos, nos cantaban, repetíamos incesantemente palabras impronunciables y nos convertimos en unos acróbatas de la expresión no escrita.
Para comer el Kowspi nos preparaba cada día un fantástico arroz hervido. No había más. Si no me hubiese gustado el arroz hervido, allí me pareció “nouvelle cuisine”. El día que lo animaba con un plato de atún, sardinas o verduras, era toda una fiesta. En realidad la comida era lo de menos. Me alimentaba con la compañía, con lo que estaba viviendo. “No sólo de pan se alimenta el hombre”. Y nunca mayor verdad.
Antes de dormir nos reuníamos alrededor de la hoguera cada noche y nos contaba historias de sus antepasados, como cuando los viejos de los poblados proceden a transmitir oralmente la tradición a los pequeños futuros hombres. Pocas cosas hay en el mundo que te hagan estremecer hasta la última célula de tu cuerpo. Una de ellas es recibir el mensaje de amor por un país de manos de un enamorado incondicional de sus costumbres. Kowspi era así. Amaba a su tierra y acababas sintiéndote parte de las hojas de los árboles y de los troncos de las cabañas.
Dormíamos con mosquitera. Los mosquitos eran helicópteros militares (por el ruido y por lo grandes). La malaria en aquella zona estaba arraigada como las raíces de sus enormes árboles.
Una de las experiencias que me impactaron más fue cuando llegamos a un poblado de cuyo nombre no quiero acordarme, silencioso y vacío. Todos sus habitantes habían salido a cazar. Sólo un halo de vida. Tan ínfimo que tomaba el aire a sorbos por no despertar a la muerte. Su Dios la mantenía clínicamente viva pendiente de un finísimo cordón umbilical que sustentaba su respiro lento y cegado. Era una mujer anciana que esperaba la muerte en posición fetal, desnuda. Sus ojos endurecidos por el sol nos miraban pero no veían, sin embargo nos turbaban como si nos hablaran de otros tiempos y nos interrogaran por nuestra presencia. Allí recibí mi primer golpe de gracia. El pueblo de Papúa establece que el valor de la vida deja de cotizar en cuanto llegas a viejo. Sólo cabe esperar la muerte. Fue un impacto grabado en mi memoria, en mi alma y en mi ser. Con pulso nervioso apreté el botón de mí cámara con el fin de reflejar una vez más situaciones a las que no te acostumbras y que de ninguna manera te dejan insensible a la vejez y a la muerte. Y me di cuenta de lo que aún me quedaba por aprender. Por aprender de la vida, y de aceptar su fin cuando la naturaleza te renueva el pasaje de vuelta. ¡Qué poco nos enseña nuestra sociedad a reconocer, entender y aceptar la oscuridad de nuestros días!.
Después de 10 largos días sin reloj, ralentizando nuestro pulso al de aquella gente, nos habíamos acostumbrado a nuestro propio hedor. Barba de Robinsones y ropa para el deshecho. Y nosotros soltando un olorcillo rancio a pececillo. Los lazos invisibles no se construyeron sólo entre culturas, también entre nosotros nació un hilo conector que nos hacia cómplices de una situación que nos ponía a prueba como seres humanos.
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