Hay veces en que guardas rincones del mundo para ocasiones especiales, para el momento justo y oportuno. Posiblemente el “Kili” fue uno de ellos. Prometía y me asustaba.

Lo primero porque ya era un sueño de hacía tiempo, pero sobretodo porque era una africana excusa para reencontrarme con dos amigos a quien aprecio mucho, Achim y Sally Ann, alemán y sudafricana. Nos habíamos conocido en un anterior viaje y nuestra amistad – a pesar de la distancia – había conseguido superar las barreras del tiempo. Meses uno de ellos me llamó para comunicarme su intención de hacer la cima con más gente. “Hay plazas ¿te apuntas? Avisa a Achim por si quiere venir”. Increíble. Tras mucho tiempo nos encontramos en Moshi, Tanzania. El ambiente era de jubiloso nerviosismo ante el reencuentro, maravilloso en sí mismo por lo distinto.

Lo segundo era porque había oído hablar de lo necesario que era estar mínimamente preparado para realizar una subida de tal grado. Que si el mal de altura, que si las probabilidades de perder la vida en un retroceso irresponsable… A ver, uno ya no es un niño y no subo 6.000 metros de altura cada fin de semana. Aunque no quieras el tema da el respeto suficiente como para ser prudente. Lo peor era ir oyendo informaciones absolutamente cruzadas y opuestas según quien te contaba su experiencia. Acabé por no preguntar más y no darle más vueltas al asunto. Subiría. Se acabó. Aunque sólo fuera por cumplir un deseo y por la tranquilidad de ir con Achim y Sally Ann.

EQUIPAJE

Curiosamente me preocupaban temas que no me iban a dar el más mínimo problema. El equipaje. Llegué a Nairobi (de ahí me iba con el tiempo justo a Tanzania). Yo. Sólo. Porque mi equipaje se había quedado en Londres.  Empecé a sufrir el mal de altura antes de tiempo. El siguiente vuelo procedente de Londres no aterrizaría hasta el  sábado y el domingo por la mañana empezaba la expedición al Kili. Creo que mi condición de católico se vio reforzada con el acto de fe que demostré de tanto rezar. Sólo me quedaba ponerme de rodillas en la pista de aterrizaje. A la mañana siguiente me dejé caer por el aeropuerto donde me enteré que llegaba otro vuelo desde Londres. Supongo que en esta vida ya he agotado mis deseos y peticiones divinas porque allí estaba mi equipaje, mi fantástico querido y fenomenal equipaje. Pequé de confiado. Después de tantos años de viaje y sufrimiento aeroportuario de pérdidas de equipajes, retrasos de avión y otras anécdotas varias, aún no sé cómo pude llegar a desestimar las posibilidades que aquello pasara. Primer éxito.

LA SUBIDA

Mochila en ristre, reencuentro emotivo y muchas ganas de rascar el lomo de la montaña. Allí estaba, el KILI, se alzaba erguido, sabio, milenario. Tranquilo en su existencia, cargado de pulgas cosquilleras que por cualquiera de los dos surcos de su piel  remontaban el desnivel luchando por su propia superación. Todos los humanos que provocaban su risa con sus pisadas sudaban a cada paso por alcanzar la cima. A medida que recortábamos la distancia con el cielo me sorprendía a mi mismo de mi capacidad de resistencia. Aún no había pinchado. No hace falta comentar el esfuerzo físico que supone. Quizás sí el mental.

En el ultimo campamento antes de la subida

A veces mi subconsciente me tachaba de mártir por elección propia por no tirar la toalla. Mi batalla interior no tiene valor frente a lo que encontré en la cima: AFRICA.  En su esplendor. Nos fundimos todos en un abrazo de cansancio y satisfacción. Nos habíamos propuesto una meta y la logramos alcanzar con mucho desgaste tras trece intensísimas horas de subida (¡no somos Edmund Hillary!). Dicen que en el mundo hay siete maravillas. Quien debió contarlas no conocía la ocho o no tenia mucha información. Se hizo silencio. Hasta nuestras lágrimas hacían ruido al correr mejilla abajo por la emoción en aquel lago inmenso de nubes y rascacielos de naturaleza suavemente acariciados por la incipiente luz del sol que vimos salir desde la cima de Africa.

Algo para recordar. Y para contar. Y para vivir.

El único iceberg en la cima

Ya en la cima del Kilimanjaro