Salí bien preparado desde la capital de Namibia, Windhoek, con un 4×4 y un remolque, donde llevaba todo lo que me hacía falta: desde la comida hasta la tienda de campaña. Me acompañaban un guía, Bastian, que era uno de los pocos que los himbas lo habían hecho hijo predilecto, y su ayudante, el Joseph.
Ya dentro del territorio del Kaokoland llego a Orupembe y, de momento, no se ve nada, pero, cuando me bajo del coche… No lo puedo creer! De repente veo un grupo de niños himba jugando entre ellos! Mi alegría es inmensa! Me acerco muy lentamente para no espantarlos, pero se quedan de piedra cuando me ven. Trato de sonreír, hago un gesto de aproximación y finalmente decido arrodillarme en signo de paz. Una vez pasada la sorpresa, estallan de nuevo las sonrisas. Los niños gritan, me rodean, me cogen de la mano… Todos quieren tocarme!
Sé que ahora estoy en las puertas de otro mundo, el mundo de los clanes y de las tribus. Me encuentro ante un gran descubrimiento: el del pueblo himba, una de las etnias más peculiares de Namibia. Por fin empezaba a vivir mi sueño!
Decido continuar con los niños y seguirlos hasta llegar a su poblado que, como todos, está rodeado por ramas espinosas que les sirven para protegerse de los animales salvajes. Los poblados, llamados ongandas, se componen de un corral, el kraal, que está situado en medio y que sirve para cerrar y proteger el ganado, y de las cabañas, que están situadas a su alrededor. Pero todo poblado tiene un lugar especial, el okuruwo. Es donde se hacen los rituales, y nunca se puede cruzar por el medio. Entre estos rituales está el parto, la imposición del nombre a los recién nacidos, la pubertad, la circuncisión, el matrimonio y la muerte.
Los himba construyen sus cabañas, con barro, ramas y estiércol de vaca. Construirlas y repararlas es trabajo de la mujer. En cada una vive una familia. Si el hombre es polígamo, cada mujer dispone de su propia casa para ella y sus hijos.
Cuando los hijos son adolescentes pasan a ocupar otra, y las personas mayores mantienen su independencia y viven solos.
Les doy leche y tabaco. Como no nos podemos comunicar, me siento a su lado a observar. Ellos hacen lo mismo conmigo. Es un sentimiento mutuo. A media tarde comienzan a llegar las familias del poblado con sus cabras y corderos. Me invitan a pasar la noche con ellos, lo que acepto sin dudarlo.
Al día siguiente, cuando el sol apunta apenas en el horizonte, las mujeres ya se están moviendo ajetreadas de un lado a otro. Alguna, ves que corre hacia el corral a ordeñar. Como alimento esencial, la leche debe presentarse cada mañana al jefe del poblado para que éste dé la autorización de alimentar el ganado. Seguidamente hombres y ganado comienzan su rutina diaria.
Una de estas rutinas diarias es cuidar su imagen. Tanto los hombres como las mujeres son fácilmente reconocidos por su porte y belleza. Cuidan mucho sus vestidos y adornos, aunque más que por sus adornos, son más conocidos por el brillante rojo de su piel. Por razones de estética, y también para protegerse del sol, untan sus cuerpos y cabellos con una sustancia de color rojizo llamada otjize. Se obtiene a partir de una piedra, la hematites roja. La trituran hasta convertirla en una especie de polvo fino, y después la amasan mezclándola con mantequilla de vaca. De esta mezcla se obtiene una espesa crema rojiza que se esparcen cuidadosamente por todo el cuerpo, e incluso por la ropa, tiñendo todo de rojo. Las mujeres se untan también los brazaletes y los collares, ya que este penetrante olor de vaca que entusiasma tanto a los hombres como a las mujeres hace que se atraigan más aún entre ellos. El otjize sella de esta manera sobre el cuerpo de las mujeres la alianza de la tierra y el ganado. Después de unos días quedé totalmente impregnado de ese olor tan característico de las mujeres himba.
Como vestimenta llevan un taparrabos plegado, hecho de piel de cabra. Van adornadas con todo tipo de joyas, pulseras y adornos de piel que ciñen al cuello, la cintura y los tobillos. No se los quitan nunca durante el día ni para trabajar. La pieza más importante de adorno es una gran concha blanca que se lleva como collar entre los pechos. Esta valiosa concha es un símbolo de fertilidad, además de un augurio para desear toda la felicidad a una chica en su entrada a la vida como mujer, y se hereda de madres a hijas.
Admiro sus peinados, que no sólo tienen una función de estética sino que sirven para expresar el sexo en los niños y la posición social en los adultos.
Mientras los hombres se ocupan de cuidar y alimentar al ganado, las mujeres realizan las tareas de la casa y cuidan de los niños. También la tarea de moler el trigo se hace diariamente utilizando los primitivos morteros y mole de piedra tal como se hacía en el Neolítico, porque los himbas, hasta hace cincuenta utilizaban herramientas de piedra y madera.
El ganado no sólo es decisivo en la economía sino que es el centro de la vida del himba. Un himba sin ganado no cuenta como himba. Le extraen la leche, el requesón en que se basa su dieta, el estiércol con que levantan sus casas y la piel que los viste.
Su dieta principal la constituyen la carne, la leche y el trigo. Antiguamente, cuando eran nómadas, los poblados apenas duraban unos meses en el mismo lugar, pero cada vez más se han ido haciendo más sedentarios gracias a la localización de los pozos, que les dan agua constante y los molinos de agua que han ido construyendo, ya que vagan con los rebaños en busca de pastos para alimentar a los animales.
La salud de los himba es bastante buena si tenemos en cuenta que debido a su aislamiento han sido preservados de epidemias y contagios procedentes del mundo exterior. Son de constitución atlética, están fuertes y hacen mucho ejercicio físico, ya que suelen hacer largas caminatas con el ganado.
Cuando se enferman hay unos curanderos o otchimbanda que, aparte de adivinar, tienen habilidades terapéuticas y gozan de un buen prestigio.
Los himba son monoteístas, aunque su religión no gira en torno a Dios. Para ellos el ser supremo es Ndjambi, ya que para ellos la palabra Dios es demasiado sagrada. Su dimensión religiosa no es visible en el culto a Dios, sino en el homenaje a sus antepasados.
Por el camino, y alejados de los poblados, encuentro cementerios. No tienen un lugar fijo, ya que cuando un himba se muere y lo llevan a enterrar a hombros, si no pueden caminar más quiere decir que el muerto quiere ser enterrado allí. Entonces es cuando sobre las tumbas se colocan losas de piedra con el nombre del difunto y los cuernos de su búfalo favorito. La carne del ganado no se come por respeto al difunto, ya que eran animales que tanto quería. Se trata de enviar el espíritu de estos animales en la eternidad, junto con su dueño a quien entierran envuelto en la piel de su toro favorito. Pasados entre 6 y 12 meses vuelven al cementerio y sacrifican dos toros. Durante tres días celebran una fiesta en la que se come en abundancia. Esta fiesta se hace para quitar el duelo y ayudar el muerto a alegrarle su espíritu.
Espero que los himba puedan seguir manteniendo el fuego sagrado y el recuerdo de sus antepasados. Su manera de vivir puede enseñar muchas cosas en nuestra sociedad. Aunque nos sentimos más orgullosos por el desarrollo tecnológico que hemos conseguido, cada vez más tenemos más dificultades para adaptarse al ritmo acelerado que este nos impone. Las sociedades tradicionales han sabido conservar sus biorritmos más armónicamente con la naturaleza.
A lo largo de toda una vida, las mujeres himba han aprendido a demostrar sus sentimientos y sus vivencias mediante signos externos: peinados, joyas y adornos que marcan los cambios de su estatus social. Sus ojos hablan de sus sentimientos en un mundo formado por muchas normas y pocas palabras.
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